martes, 4 de noviembre de 2008

La Injusticia a dos metros…

Diego Andrusyzyn
Ricardo Lencina

Una tarde, casualmente nos desviamos del camino que acostumbrábamos tomar para llegar a la casa de un compañero. Entramos en un barrio que a juzgar por su aspecto, era de clase media; con algunas calles de adoquín y otras de tierra; casas de material, unas más humildes que otras pero visiblemente dignas. Luego de caminar un par de cuadras, de repente nos topamos con una realidad que parecía fuera de contexto: en uno de los lados de la calle, se abría un pasillo de aproximadamente 15 metros de ancho y 60 de largo, con pequeñas casas de madera en un estado de miseria y hacinamiento alarmantes. Un asentamiento habitado por catorce familias sumergidas en la pobreza y la marginación, a 10 minutos del centro de la ciudad. Y lo que va más allá de la paradoja para convertirse en algo escandaloso: el asentamiento está ubicado exactamente detrás del ostentoso Palacio de Justicia (Av. Sta. Catalina 1735), pegado al muro que contiene la parte posterior de éste. Un Palacio de Justicia en cuya construcción el Estado gastó alrededor de 18 millones de pesos, según el informe de la Comisión Especial Investigadora de las Contrataciones Públicas del Estado Provincial. (Fuente: http://www.diputadosmisiones.gov.ar/)


Dos días después, decidimos volver al lugar, ya con el grabador y la cámara de fotos, dispuestos a conseguir testimonios de la vida de esta gente. Al ir internándonos por el “pasillo”, nos íbamos dando cuenta del grado de hacinamiento y miseria: el piso del terreno era de tierra y a pesar de que eran días soleados y calurosos, el barro persistía como una dificultad más. Cerca de una veintena de niños chiquitos, correteaban por ahí, desnuditos, sucios, jugando entre las gallinas y los perros, expuestos a condiciones insalubres. Las casillas eran de madera, pequeñas, una pegada a la otra, con evidentes problemas de humedad, higiene, espacio, comodidad, y donde seguramente el agua se filtraba con irreverencia en los días de lluvia. Además, el lugar contaba con sólo dos baños para 14 familias, las cuales llegaban a tener un promedio de hasta 19 integrantes cada una.

Apenas llegamos nos trataron con mucha amabilidad. Pasamos, nos dieron algo de tomar –eran las 15:40 de la tarde, hacía mucho calor-, y al rato estábamos frente a “Doña María” (una señora de 60 años aproximadamente), que sentada en su taburete y tereré de por medio, nos iba respondiendo las preguntas que le hacíamos.



Los de carne y hueso

Allí estaba “Doña María”, una señora que soportó los embates de la miseria desde siempre. Su mirada lo decía todo, desde aquellos ojos que no habían visto más que dolor, sufrimiento, padecimiento, pobreza.
Al presentarnos, nos tendió amablemente la mano para saludarnos. En un primer momento, la invadió una mezcla de timidez y desconfianza, que luego, con el transcurrir de la charla, desapareció definitivamente. Le comentamos que éramos estudiantes de Comunicación Social, y le explicamos la razón de la visita. Luego de escucharnos atentamente, dejó fluir como un río incontenible, toda su desesperación e impotencia: “Yo hace 24 años y 10 meses que estoy acá, compartiendo el lugar con 14 familias más (…) hace 7 años nos dijeron que nos iban a cambiar a un lugar mejor, pero fueron sólo dichos (…)”, nos contó con notable resignación. Cuando le preguntamos si acudieron a alguna autoridad para hacer conocer su situación, nos dijo que lo único que recibieron fueron respuestas que carecían de propuestas para una posible solución, dejándolos así más a la deriva: “(…) fuimos a Yacyretá, nos dijeron que allí no figurábamos, fuimos al I.PRO.D.HA. (Instituto Provincial de Desarrollo Habitacional) nos dijeron que tampoco figurábamos, fuimos a la Municipalidad y allí tampoco estábamos (…) nosotros estamos a dos metros de la vista del gobierno (en referencia al Palacio de Justicia), no pueden decir que no nos ven, que no existimos (…) ahora sí, cuando estaban en campaña política vinieron, pero no ellos (los políticos) sino los punteros, a prometernos ‘el cielo y la tierra’ a cambio del voto (…) y cuando terminan las campañas políticas se olvidan de nosotros y de que somos personas también (…) si ellos nos dan un lugar para mí y mi familia, donde vivir bien, y tenemos que pagar el alquiler, trabajaríamos entre todos para pagarlo, todo sea para vivir como la gente, en una casita digna (…)”.


La familia de “Doña María” es numerosa. Entre hijos y nietos llegan a 16 integrantes. Para colmo de males, ella tiene una hija discapacitada que cuenta con una asistencia prácticamente nula: “(…) hay días que mi hija discapacitada sufre ataques de nervios, yo no puedo dejarla sola, tengo que quedarme a cuidarla y no puedo salir a hacer mis changuitas (…)”. Además casi ninguno de sus hijos pudo terminar los estudios primarios porque era necesario salir a la calle a trabajar. Respecto a esto nos contó lo dificultoso que es para ellos conseguir trabajo: un hijo de ella había sido tomado como empleado en una farmacia, y cuando se enteraron que vivía en una villa miseria lo despidieron. Una de sus hijas también había conseguido un trabajo, la despidieron cuando le contó a su jefe que tenía seis chicos.
Los casos que nos contó esta señora, son sólo los que se dan en el seno de su familia. Hay que pensar, también, que las otras 14 familias que habitan el asentamiento, tienen los mismos –o peores- problemas de miseria, inasistencia, discriminación, enfermedad, exclusión, abandono, y muchas desgracias más, inimaginables, con las que tienen que lidiar diariamente. Para ellos la vida está llena de barreras, infortunios, vejaciones, mentiras, promesas incumplidas. Aún así ella -que ha recorrido ya gran parte de su camino- sigue clamando desesperadamente por igualdad y justicia, por que se cumplan los derechos de toda persona, más que nada para que sus hijos y nietos puedan construir un futuro: “(…) queremos el bienestar para nuestros chiquitos. Nosotros ya pasamos por todo, ya somos viejos, pero no queremos que ellos sufran lo mismo (…) Estamos cansados de las promesas de los políticos. Somos de carne y hueso, igual que ellos, eso es lo que quiero que entiendan, y tenemos derecho a vivir mejor, como vos, como el intendente, como el gobernador, porque somos seres humanos (…) denle una oportunidad a estos jóvenes (en referencia a dos de sus hijos que estaban cerca), que puedan trabajar, ya que no pueden estudiar (…) ni trabajar les permiten, sólo porque viven en la villa (…)” exclamó dolida.
Una vez terminada la visita a esta gente, dimos la vuelta a la manzana, nos paramos frente al Palacio de Justicia, y luego de observarlo en silencio, aún con las sensaciones pesadas que nos había dejado aquella tarde, coincidimos: solamente con la plata invertida en las escalinatas, se pudieron haber solucionado los problemas básicos del asentamiento de atrás.


Empujados a sobrevivir

Sólo en contacto con estas realidades uno se da cuenta que esta gente tiene todo “a contra mano”. Para ellos cada día que nace está signado por padecimiento. Ellos tienen poco tiempo para soñar con un futuro, porque ese tiempo lo tienen que ocupar para sobrevivir en el presente. Sobrevivir en el sentido de escaparle día a día a la muerte, al hambre, a la enfermedad, al abandono de persona, a las consecuencias de la constante exclusión. Son empujados a sobrevivir, en lugar de gozar del derecho a construir un mejor vivir y disfrutarlo. Ellos son los desoídos, los ignorados, los apartados, los desplazados por un sistema que los despoja de su humanidad: viven “como chanchos”, según palabras textuales de “Doña María”. Sistema que cuenta con ellos como números, no como personas: en las campañas políticas los pobres son “el voto”.
Y así, los gobiernos construyen sus monumentos, colosales obras de infraestructura que salen millones y millones de pesos. Claro ejemplo de esto es el Palacio de Justicia –si se quiere de la injusticia-, que exhibe su opulencia frente a los ojos de los hambrientos y desamparados; un Palacio de Justicia que para ellos es un gigante que les tapa el sol y los golpea a diario con su lujosa presencia.

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